El placer de caminar – ‘Paseos por Londres’, de Virginia Woolf. Prólogo de Laura Freixas

Paseos por Londres, de Virginia Woolf. Traducción de Lluïsa Moreno. Prólogo de Laura Freixas. La Línea del Horizonte, Madrid, 2018. 149 págs

Cautivados por los grandes inconformistas de la quietud, los responsables de la editorial española La Línea del Horizonte asumen que leer y viajar son movimientos tan allegados que resultan la misma cosa. Por eso, en una bella colección dedicada al viaje y sus culturas, publican Paseos por Londres, de Virginia Woolf, cuya edición original se remonta a 1931. El nuevo libro llega un siglo después de Fin de viaje, su primera novela y el espacio textual que vio nacer a un personaje inapelablemente londinense: Clarissa Dalloway. Desde entonces la ciudad atraviesa la literatura de la escritora con la fuerza de una obsesión.

El libro recopila algunos de sus textos más celebrados a propósito del tema. Londres se muestra en ficciones, ensayos, artículos y textos poéticos que pormenorizan un mapa de tiendas y librerías, el bullicio de las calles, la majestuosidad de los edificios, el quehacer de hombres y mujeres que colorean el alma de la ciudad y ayudan a comprender aspectos desatendidos del mundo y la existencia cotidiana.

Decía Baudelaire que hay personas que siempre creen estar mejor donde no están. Fue su pluma la que escribió un retrato memorable del flâneur –paseante– como el artista de la metrópolis moderna. Tiempo después, a partir de la poesía de Baudelaire, Walter Benjamin haría objeto de interés académico el tipo literario del flâneur como figura emblemática de la experiencia urbana. En Paseos por Londres, Virginia Woolf encarna el modelo menos (re)conocido de la mujer flâneuse, que hace un siglo reivindicaba la experiencia transgresora de pasear sola por la calle. (En Montevideo, Delmira Agustini soñaba con viajar a París para poder sentarse sola en la terraza de un café sin ser juzgada.)

Caminar sin rumbo fijo, dejándose llevar por los pensamientos y la ensoñación, sin más preocupación que el deleite estético y el ejercicio novedoso de una nueva mirada, que busca descubrir más que llegar. Era escasa la literatura escrita por mujeres que daba cuenta de esas impresiones. Ponerse en la piel de otros durante unos instantes y convertirse en tabernero, lavandera, cantante de la calle. “Entre el té y la cena, caminar y caminar, reavivar mis fuegos en la ciudad, en esos barrios desdichados donde me asomo para mirar por las puertas de las casas públicas.” Para Woolf, aquel que deambula actúa como “un ojo enorme” que en ocasiones logra distanciarse. Londres representa para ella la libertad, por lo menos psicológica; le permite hacerse la ilusión de no estar amarrada “a una única mente”. En su opinión, no hay deleite mayor que “abandonar las líneas estrictas de la personalidad”.

Paseos por Londres reúne seis artículos que escribió en 1931 para la revista femenina Good Housekeeping, más tres relatos –“Kew Gardens”, “La duquesa y el joyero”, “Señora Dalloway”– y un texto integrado a numerosas antologías, “Street Haunting”, que responde al género inglés llamado essay, en el que coinciden estrategias propias del reportaje, el relato y la autobiografía. Londres, como anotó Woolf en su diario al evocar el poema de William Dunbar, “es una joya entre las joyas”, caótica, contradictoria, vertiginosa, en plena transformación, una ciudad que se reinventa constantemente. Su variedad y vitalidad la convierten en fascinante.

En los años treinta del siglo XX se generalizan el automóvil, el agua corriente, la electricidad, la radio, el gramófono, el metro, las fábricas, los grandes almacenes. “Sus catedrales como vigías, sus chimeneas y agujas, sus grúas y gasómetros”, anota. Los símbolos del pasado se yuxtaponen con los del presente. Ya no es, o no solamente, una ciudad de palacios, estatuas de mármol, cenotafios de poetas, sino de “zapatos, pieles, bolsos, estufas, aceites, pudin de arroz, velas”. Es la época del futurismo, el cubismo, las vanguardias, el cine. También de los imperios coloniales, la revolución rusa, la Primera Guerra Mundial, el sufragismo, victorioso por fin en Reino Unido.

Los grandes hombres de siglos pretéritos –aristócratas, estadistas, escritores– dejan paso a “un millón de místers Smiths y misses Browns” que se afanan por las calles camino a la oficina, o a la fábrica, o de compras. A Woolf le seduce esa vitalidad. Los lugares donde “la gente se encuentra y habla, ríe, se casa, muere, pinta, escribe, actúa, gobierna, legisla”. Le gusta que la ciudad aparezca como el centro del mundo: “Es difícil hallar una nave que, en su día, no haya echado el ancla en el puerto de Londres” procedente de Rusia, Australia, India, Sudamérica. Llegan también británicos que vuelven de las colonias y cuentan “sus peligrosas aventuras” que se amalgaman en los tumultos de la historia. Una frase clave de su novela Al faro –“Nada es una sola cosa”– puede considerarse el principio rector de una obra mayor en la que, como las aguas que corren por el río y nunca son las mismas, todo fluye y todo cambia.

(Alicia Torres, Brecha)